De las muchos roles que Jude Bellingham puede adoptar a lo largo de la temporada, el que más me gusta es el del clásico. Me ha costado varias discusiones y probablemente no tenga razón, pero los gustos tienen una particularidad: no son discutibles. Si me gusta una fruta que tú odias, no me vas a convencer de que no me guste; quizá la tuya sea más exótica y sea más guay, quizá guste a más gente, quizá sea mejor para la circulación y te dé más esperanza de vida: chico, yo soy así, y así seguiré, nunca cambiaré.
Por eso, entre el Jude dominador de partidos, el Jude asistente, el Jude rematador, el Jude de los eslalons o el Jude rutilante de la mediapunta que enchufa la corriente de la posesión de su equipo, yo me quedo con el Jude tapado por Gavi todo el partido, desaparecido y desquiciado, gris como el cielo, al que le hace falta un balón para marcar el empate y un espacio en el área para deshacerlo. De todos los amigos exultantes, dichosos y fantásticos que tienes, nunca pierdas de vista al tipo con el que nunca te apetece quedar a solas, el tímido “que no aporta” (odio esta expresión), el que no tiene grandes batallas de juventud que contar: es posible que a la hora de la verdad, la primera mano que recibas para no caerte sea la de él. Quizá precisamente por eso: todos tenemos un superhéroe que sacamos fuera a la menor ocasión, mientras hay quien lo reserva sólo para cuando merece la pena. Jude Bellingham son todos mis amigos: los que aparecen en la fiesta, los que aparecen en los funerales y el que evita que el funeral sea el tuyo.
Y este último, el de Barcelona, es mi preferido. Porque le está diciendo al mundo que si no tiene un buen día, su calidad le da para sacar dos veces la aleta a la superficie y regalarle un clásico a su equipo. Tiene estrella, sí, ¿pero alguien pensó alguna vez en lo que es tener estrella?, ¿por qué es él y no otro el que aparece solo en el área para recoger balones muertos? La relación de Bellingham con el balón es extraordinaria, pero hay que empezar a estudiar a conciencia su relación con los espacios: por qué necesitó unos centímetros libre para armar la pierna como un desgraciado que no tiene nada que perder en la vida, y por qué en el descuento el tío más peligroso del partido, con un marcaje personal y tres mirándole de reojo, apareció solo como un pajarito delante del portero para rematar un balón suelto. Más que atacar el espacio del contrario, defiende el que es suyo antes de llegar a él, lo invisibiliza, lo hace de menos, apenas lo mira, y cuando te das cuenta está recibiendo en el lugar en el que menos lo esperabas para hacer lo que todo el mundo sospecha.
Leo con alegría entre sus contrarios que muchos otros jugaron mejor partido, pero él sólo apareció dos veces, frase que siempre me conmueve desde que escuché hace años algo así como “fuimos mucho mejores, pero llegaron doce veces y marcaron”. Como si un esprinter se quejase de que dominó toda la carrera, pero en los últimos veinte metros apareció como una bala Usain Bolt y le ganó: “Me adelantó sólo una vez y se llevó el oro, el atletismo es muy injusto, yo gané casi toda la carrera”. Lo primero que ha aprendido Bellingham en el Madrid es lo más importante que tiene este club: a veces no se puede ganar en 90 minutos y hay que beber el último sorbo antes de que se rompa el vaso. El descuento son los minutos de los elegidos. Como esos hijos que no acaban de conocer a sus padres hasta que abren el testamento. Bellingham también es nuestros padres. Y a los madridistas nos quiere un montón.
Puedes seguir a EL PAÍS Deportes en Facebook y X, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Suscríbete para seguir leyendo
Lee sin límites
_