Nadie se fía de nadie | Fútbol | Deportes

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En el mundo del fútbol el ente arbitral siempre ha sido diana de críticas, insultos, y objeto de malvadas conspiraciones. Ahora su descrédito roza mínimos nunca antes vistos.

Vaya por delante, que si pudiera elegir, preferiría que mis hijos no acabasen siendo árbitros o liniers. Por egoísmo, por no sufrir principalmente. Desde Tercera RFEF hasta Primera División, asistir a un partido de fútbol es sinónimo de vomitar toda serie de barbaridades contra el colectivo arbitral. En eso hemos convertido a este deporte. En eso y en una espiral de desconfianza, suspicacia y escepticismo. La duda siempre sobrevuela cualquier decisión, incluso las acertadas.

Los errores son al deporte, lo mismo que el chocolate a los churros o los resfriados al mes de octubre, intrínseco. Deberíamos poder convivir con el error, de los árbitros, de los entrenadores, de los jugadores, de los periodistas, de todos. De la misma forma que todos llevamos un seleccionador dentro, también llevamos por defecto el carnet de árbitro que paseamos por los estadios, los bares o presumimos de él en el sofá de casa.

El error es aceptable y comprensible, lo que no es entendible es la falta de libertad de expresión que hay en el fútbol para hablar de los árbitros. Existe una falta de comunicación exageradamente censurada que está alejando a los aficionados de este deporte, y eso que se supone que el fútbol es de los fans. La falta de comunicación no solo por parte del propio organismo arbitral, sino la prohibición y la censura que existe en torno a jugadores y entrenadores ha desembocado en una situación insostenible. “Si digo lo que pienso me sancionan”, es la frase más repetida para los que no quieren hablar en caliente.

Este pasado fin de semana tuvimos un par de ejemplos de los que se muerden la lengua y los que no. David López se desahogó contra Ortiz Arias, al que acusó de faltarle al respeto e insultarle por llevar una pulsera (está prohibido llevarla). “Todos los jugadores de Primera estaremos de acuerdo. Ya lo conocemos. No se puede trabajar así”. Veremos cuántos partidos le caen al central del Girona después de sus declaraciones.

El otro ejemplo, del que habla, pero sin querer hablar, lo puso Carlo Ancelotti a propósito del empate del Real Madrid ante el Sevilla en el Ramón Sánchez Pizjuán. “Algunas veces nos han perjudicado, pero no tengo libertad de expresión hablando de los árbitros, porque si digo lo que pienso me suspenden y yo quiero trabajar, aprovechar las emociones que me dan los partidos. En este sentido no tengo libertad para contestar preguntas”.

Los indignados con las decisiones arbitrales suelen dividirse en dos grupos: Madrid y Barça. O con ellos, o contra ellos. Solo hay dos clases de árbitros: culés o madridistas. Ninguno de los dos equipos se siente favorecido. Los demás siempre son anti. Y en tres días hay un Clásico. Casi nada.

La superioridad moral de algunos colegiados con los que no se puede hablar por el simple hecho de llevar un silbato, contrasta con otros deportes. El mejor ejemplo lo tenemos en el balón naranja. En baloncesto existe un diálogo constante entre colegiados y jugadores o entrenadores. Aunque lo que más me fascina es la posibilidad de escuchar lo que dicen los árbitros durante todo el partido. Esto pasa gracias a la predisposición de ir microfonados. Se les escucha a ellos y a los jugadores. No tienen reparo en rectificar o en reconocer un error. En el mundo del fútbol, hacerlo sería motivo de cese. A eso ha contribuido la falta de transparencia del colectivo arbitral. Nadie se fía de nadie.

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