Noches de Vips tomando sándwiches y coca-colas mientras Carlos Pumares (Portugalete, 1943 – Madrid, 2023) garabateaba en un papel los discos y los cortes de las bandas sonoras que iban a sonar esa noche en Polvo de Estrellas, el programa de cine que batía récords de audiencia y levantaba encendidas pasiones en Antena 3 Radio de finales de los años ochenta. José María García, que le precedía en el horario radiofónico, acababa su emisión cuando le apetecía. Nadie le controlaba. Era el amo y señor de la cadena. Carlos se desesperaba. Es completamente falso que fuese un gruñón. Era un hombre con un gran sentido de humor que amaba su trabajo y quería alcanzar la perfección radiofónica, incluida una hora exacta de emisión. Sus oyentes merecían respeto. Los cientos de miles de seguidores que atesoraba esperaban cada madrugada nerviosos a que el espectáculo empezase. Porque espectáculo era. “García se está despidiendo. Vamos”, decía Alberto Rull, el productor del programa. “Joder”, soltaba el polémico crítico —cuyo fallecimiento, a los 80 años, se ha conocido hoy viernes— mientras recogía a toda prisa los papeles escritos con bolígrafo azul y esparcidos por la mesa de la cafetería. Pumares sorbía rápido lo que quedaba de la bebida, dejaba el dinero y forzaba el paso, junto con Rull y el autor de este artículo, en las aceras de la madrileña calle de Oquendo.
El mundo radiofónico de Pumares, físico de formación, resultaba curiosamente un caos encerrado en un enorme armario metálico gris con cientos de discos y vídeos en inglés donde había que encontrar el corte exacto que acababa de pedir un oyente o el que él prefería para aquel momento. Uno o dos minutos como mucho para elegir correctamente dentro del metálico desorden. Alberto siempre acertaba. Yo, casi nunca. Él se mostraba como un astronauta que se movía grácil en la estratosfera de Pumares, yo, un asteroide sin rumbo que se terminaría estrellando algún día. Carlos se revolvía en la silla ante el micrófono y yo desviaba la mirada avergonzado. Nunca tuvo una mala palabra. Era un cultísimo caballero, pero no se podía cometer errores. Su prestigio peligraba. Las críticas aparecían feroces ante el menor fallo. Se comía el capuchón del boli y te daba una nueva oportunidad. Aquello era el universo pumaresiano sin fin, sin orden y siempre en expansión de música y cine.
No le gustaba que le recordaran que fue el guionista de un programa llamado El hotel de las mil y una estrellas que presentaba el cantante Luis Aguilé (1978-79). Se encogía de hombros y te miraba serio. Fue también guionista de los filmes La casa de las chivas (1972), Separación matrimonial (1973), Una mujer prohibida (1974) y El extraño amor de los vampiros (1977).
Trabajó como asesor cinematográfico de la mítica La clave (1976-85, en RTVE), que presentaba y dirigía José Luis Balbín. Publicó solo o en cooperación con otros escritores y críticos numerosos libros como La casa de las chivas (1971, El secreto de Tristán Bantam: Cita en Bahía (1971) o Los cuentos de Popeye (1973).
Las tiendas de libros y discos de Londres, así como los espectáculos musicales a orillas del Támesis, eran el Big Bang del cosmos de Carlos. Cada poco, traía de Inglaterra más y más discos, más y más vídeos de películas que solo conocía él. Y libros, y más libros, editados en Reino Unido o Estados Unidos y completamente inéditos en España. “Vamos a hacer un especial sobre los mejores Billboard [números uno en Estados Unidos]. O mejor, un especial sobre la Navidad”. Le encantaba la Navidad. Yo temblaba. Alberto reía. Ellos estaban muy unidos. No comprendía aquel mundo desorganizado, pero en equilibrio y lleno de continuas sorpresas. Pero a fuerza de repetir y repetir fui aprendiendo. Un día ya sentía el jazz, el rock sureño, las grandes bandas clásicas norteamericanas, a ver algo sublime en Scarlata O`Hara poniendo a Dios por testigo, a descubrir que nadie dice “Tócala otra vez, Sam” en Casablanca, o a disfrutar con el Chattanooga Choo-Choo de Glenn Miller…
Al final, yo que solo era un joven licenciado en periodismo al que Carlos le dio su primera oportunidad y que había caído atrapado en sus redes, como los miles de oyentes que empezaron no sabiendo nada de cine, pero que terminaron emocionados cuando Carlos gritaba: “¡Obra maestra!” o sonaban las primeras notas del programa que salían de la garganta de Bing Crosby cantando aquello de “Is in the stardust of a song”. Donde seguro está Carlos. En las estrellas.
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