La premisa no puede ser más apetitosa. Trabajas Ahí Arriba, en el Cielo, con Dios, que es un señor de barba blanca, delgaducho, no gran cosa (Steve Buscemi). Tienes un trabajo precario y aparentemente innecesario, ridículo. Atiendes plegarias. Obras milagros. Pero son pequeños. Alguien pide no llegar tarde a algún lugar, o haber cerrado con llave al salir. Cosas minúsculas. Hay infinidad de milagros imprimiéndose todo el tiempo, y no das abasto, así que siempre tienes la sensación de que no lo estás haciendo bien, o de que podrías hacerlo mejor, cuando lo que pasa es que tu trabajo es infinito y nunca vas a acabar nada. ¿Les suena? Miracle Workers (WarnerTV) no es sólo un pequeño milagro de la comedia de tintes fantásticos —que acaba de estrenar su cuarta temporada— sino un azote a lo asfixiante de la vida en la Tierra en este siglo XXI.
Porque, sí, el Más Allá de la primera temporada —la mejor de todas, la que debería pasar a la pequeña historia de la televisión como un afortunado desvío del sistema— está reflejando la inútil y psicótica sobreproducción contemporánea —Ahí Arriba se produce sin ton ni son, los milagros se acumulan sin remedio y sólo hay un ángel sobreexplotado dándoles salida descuidadamente—, y su más que probable fin con el fin del mundo. Porque Dios está harto de tanto trabajo —en realidad, está pasando olímpicamente de todo— y ni siquiera recuerda por qué creó ese planeta tan atareadamente imposible, así que va a destruirlo. ¿Y qué puede hacer el protagonista (nada menos que Daniel Radcliffe, por completo entregado a la comedia después de Harry Potter) para evitarlo? ¿Qué puede hacer cualquier trabajador ante un jefe tan todopoderoso como incompetente?
Miracle Workers está basada en una serie de novelas del divertidísimo guionista de Pixar Simon Rich —aún por traducir en España, lo que explicaría lo desaparecibido que ha pasado tan recomendable experimento—, y su problema es que lo único que mantiene intacto es el espíritu antisistema. Es decir, cada temporada es una diatriba descacharrante contra el mundo, interpretada por los mismos actores en papeles muy distintos, pero el lugar y el tiempo en el que se desarrolla esa diatriba es siempre otro. Porque el asunto de los milagros del título —Miracle Workers significaría en el contexto algo así como Currantes del Milagro o Currantes Milagrosos— se limita, desafortunadamente, a la primera temporada. En la segunda se trasladan a la Edad Media, en la tercera, al Lejano Oeste y en la cuarta, a un futuro distópico, en todos los sentidos posibles. En todos esos mundos, hay alguien, eso sí, trabajando más de la cuenta, y no siendo en absoluto reconocido por ello.
Lo genial del punto de partida se sostiene en cada una de las otras temporadas —de entre las que la segunda es quizá la más prescindible— a partir de una premisa más o menos apetecible: el viaje a Oregón con caravanas y caballos —la desacralización del mito norteamericano por excelencia: el western—, o un futuro nunca visto. Esto último es lo que ocurre en la curiosa última temporada, en la que se imita la vida de suburbios a lo John Cheever en plena distopía Mad Max, o lo que ocurre cuando vas a cenar con tu jefe y tu mujer —que es una ama de casa asesina— vestido con el uniforme de botones que llevaba puesto el cadáver de un maquinista. No, en el futuro, como en el presente, no hay nadie al volante, aunque hay una constante: la de que los que pringan son los que curran, y los que curran apasionada e inocentemente en exceso.
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