La primera vez fue con la palabra peplum (un tipo de túnica en latín). Un crítico de cine hablaba del género homónimo ―también conocido como “cine de romanos”— en una sección radiofónica y el equipo de redactores se partía la caja con la palabra porque no la conocían. La siguiente vez le tocó a un egiptólogo repipi a la par que sabio. Hubo risotadas con su forma de hablar. Pasó en muchas más ocasiones, pero ya había dejado de contar las veces en las que la propia ignorancia era motivo de orgullo.
De eso hace casi veinte años. En ese tiempo, las personas como el crítico y el egiptólogo han dejado de aparecer en los medios audiovisuales. Primero fueron sustituidos por perfiles “mediáticos” —cuando me dicen que alguien es mediático ya sé que será un cantamañanas— y después por youtubers e influencers. Y toreros. Los toreros que no falten. En estos casi veinte años el perfil de lector —es decir, la gente que lee— ha sido sustituido por el de quienes, como dice la periodista musical Patricia Godes “han sido contratados por aprobar un examen sin haber escrito ni leído nunca”.
Hace poco fui a televisión a hablar de un tema que conozco, pero apenas abrí la boca. El tertuliano que me interrumpía constantemente no diferenciaba siquiera los conceptos más básicos del asunto a tratar. En televisión la lucha por el plano es tan encarnizada que quien piensa, pierde. Y el viernes vi unos diez minutos de un programa matinal donde se empleaba incorrectamente un verbo tan común como “ajusticiar”. Eso significa que en un equipo de, pongamos, diez licenciados (y cero lectores) nadie sabía qué significa tal término.
La tele fue, era, una ventana al mundo. Pero un día los orgullos ignorantes (los de verdad, no los del programa) la cerraron para revolcarse en su propia involución.
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