Fútbol: Al diablo con los normales | Deportes

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Escribió Javier Marías –tres mil veces citado– que el fútbol es “la recuperación semanal de la infancia”. Traduzcamos: La ilusión prístina. La pasión despreocupada. El analgésico de los recuerdos. El asidero de las rutinas. El disparadero de sueños. El dulce rumor que ensordina los juegos de la edad tardía: hipotecas, hijos, horarios. El fútbol, así entendido, sería un refugio sentimental. Nostalgia de garrafón con un líquido amniótico de rápida evaporación: querer querer. Esa voluntad postiza y forzada que dura tan poco. Quizá un par de horas. Después se esfuma, como todo lo falso.

Un día dejé de ser hincha. Ocurrió. Sin más. Pasé de morir de gloria en aquellas ligas del Barça ganadas en Tenerife y llorar sin consuelo por la Copa de Europa perdida en Atenas –terrible 4-0 en un miércoles de catecismo– a idolatrar la última canasta en suspensión de Michael Jordan en Salt Lake City y después querer, con toda el alma, que Genovés II ganara el campeonato individual de pilota valenciana y alcanzara la faixa roja, como su padre. Este último sueño, el más poético de todos, no pudo ser. Y ahí, en esas cinco finales perdidas contra el destino, constaté que la poesía está en la derrota y que la fanfarria de la victoria solo es el preludio del telón. El mayor sinsentido: ganar para matar el sueño y acabar. Qué estupido, el orgasmo deportivo.

Así pues, el estadio mutaba, pero el hincha seguía vibrando. Luego, las aguas se templaron. Solo el Mundial de fútbol, los Juegos Olímpicos, las colecciones deportivas y las montañas del Tour me devuelven esa pulsión apasionada, desbordante, ensoñadora. Ese enamoramiento brusco tan distinto al de ver deporte reclinado, com un costum amable, com un costum pacífic de compliment i teles. Por eso, entre recaídas intermitentes en la pasión, me fascina tanto la figura del hincha adulto. Ese devoto de la religión que ha persistido, a pesar de los años y de los azares de una vida, en el integrismo de su fe.

Por razones que no vienen al caso, he reunido todos los libritos de la colección Hooligans ilustrados que publica Libros del KO. El otro día fui a Sevilla y metí en la maleta Yonkis y gitanos, de José Lobo. Qué cabrón, pensé. Este tío no ha escrito un libro de fútbol. Ni del Sevilla. Ni del sevillismo. Ha escrito un tratado acerca de la pasión, de la obsesión. Ha escupido en la cara de aquellos que no sienten la atracción por lo que hay al otro lado de la valla que acota y delimita una vida normal. Pobres equilibrados, pobres sensatos.

Cuenta José Lobo –que escribe de maravilla y no me explico por qué no ha publicado otro libro ya– que los normales no entienden nada. No pueden entender el sufrimiento de quien ha prometido amor eterno. No amor a un club, sino, seguramente, a una forma de vida. Dice que tampoco los futbolistas nunca entenderán a los hinchas. Porque no son de los suyos. “Los de abajo, los que corretean en calzoncillos por el césped, no son los protagonistas, son las estrellas invitadas. Los fijos somos nosotros”, escribe el sucesor de aquel niño de ocho años que, en su primer partido en el Gol Norte del Sánchez Pizjuán, año 88, al ser aplastado contra la valla por la avalancha humana que provocó el gol de la remontada, pensó que aquel era su lugar en el mundo.

Esa verdad que huelo en José Lobo, tan ausente del fútbol mentiroso, la descubrí en Rafa Lahuerta. La balada del bar Torino (Drassana) es el libro que todo hincha o espíritu sensible debería leer. Es la historia que empezó a escribir Lahuerta cuando se mudó a la última fila de Mestalla intentando huir de Mestalla. Es la historia de ese niño de cuatro o cinco años deslumbrado por las banderas que ondean en lo más alto de la Numerada entre tracas, caliqueños y Farias. La de ese chico que duerme abrazado al balón que le acaba de firmar Kempes. La de un hombre que quiere curar su adicción al Valencia CF mientras lleva en la cartera el pase de su padre del 71 y el de su abuelo Manolo de 1963. La de un tipo corriente que siente que ha vivido, por culpa de esa pasión irracional, de una manera equivocada. “Una patria hecha de recuerdos absurdos y decenas de momentos totalmente prescindibles. A eso se llega finalmente”, escribe.

Un día, a los cuarenta, Rafa Lahuerta soñó que marcaba su primer gol en Mestalla. Hasta ese momento, todos sus sueños de fútbol habían sido sueños de hincha. Y el día que soñó que marcaba, que empalmaba un balón al borde del área y lo metía por la escuadra, siguió soñando que corría loco de emoción hacia la grada y se subía a la valla de una hipotética General de pie que nunca tuvo Mestalla. “Marco y festejo. Festejo y marco. Hay una avalancha monumental que se me lleva por delante. Entonces me despierto sobresaltado. Ya no duermo. Quiero volver a Mestalla, quiero seguir con el partido, necesito saber contra quién jugamos, si ganamos o no, si mi gol sirve de algo”.

Ahí está la esencia del hincha: en el nosotros.

A veces, el deporte es más que la infancia recobrada. Es el cordón umbilical con esa flor que, en algunos espíritus, lucha por no marcirse. Una flor rara. Inútil pero bella, como toda flor. Al diablo con los normales. Qué envidia creer en los Reyes Magos.

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