Joan Laporta ha pasado de hacer lo que podía a hacer lo que le da la gana, sin que su proceder suponga necesariamente obrar de mala fe o contra los intereses del club. Acusar al presidente de actuar en beneficio propio cuando ha puesto en riesgo su salud y patrimonio no parece de recibo, por más que las cuentas que rendirá en la asamblea de este sábado parezcan difíciles de justificar si se repasan capítulos como el de los gastos o las comisiones y se tienen en cuenta las notas del auditor.
Los números cuestan de entender desde que la directiva entrante infló las pérdidas de la temporada 2020-2021, resultan preocupantes cuando se pierden millones en la gestión ordinaria y parecen sorprendentes en el momento en que se ofrecen beneficios a cuenta de reducir el patrimonio con la venta de activos que redundarán en la reducción de ingresos futuros. Se desconoce el criterio que se aplica para saber cuándo hay que recortar o tener la manga ancha y se sabe que el único control a salvar es el de la Liga.
Aunque la marca Barça lo sigue aguantando todo, la sensación es que no queda más remedio que aplicar la ingeniería financiera después de que la asistencia al campo haya pasado de 80.000 a 40.000 espectadores por el traslado del Camp Nou a Montjuïc —el número de abonados se redujo a 17.500—. Si el presente está condicionado por la ruina del pasado personificado en Bartomeu, el futuro es incierto por el cerco de acreedores y por la dificultad de capitalizar al club.
Alcanza con intentar descifrar Barça Media para ver la complejidad de la situación y comprender que se actúa sobre la marcha desde que Laporta activó las palancas, prescindió del CEO Ferran Reverter y se entregó a un círculo de amigos cuyo mandamiento es la lealtad. Ha cambiado el organigrama ejecutivo y deportivo hasta el punto de que apenas quedan caras conocidas en el Espai Barça. La gente se va sin que se sepa por qué entró o se quedó a mitad de camino de la misma manera que se cuentan sorprendentes despidos de empleados fieles al club. Ha habido veces en que no se ha sabido muy bien si faltó profesionalidad o sobraba sectarismo y nepotismo —y alguna cuita familiar— por la misma regla de tres que se evidencia la fuga de talento, personificada en la renuncia de Markel Zubizarreta, responsable del fútbol femenino que tantos éxitos ha dado al Barça.
Laporta nunca se ha distinguido precisamente por ser un buen administrador, sometido a una moción de censura en 2008 después de la atomización de la candidatura ganadora en 2003 que le abocó a una gestión mano a mano con Joan Olivé, una vez se supo que el presidente intermediaba con Uzbekistán por una posible venta del Mallorca. Laporta se apoya hoy en el tesorero Ferran Olivé y el vicepresidente Eduard Romeu.
El presidente azulgrana sobresale en cambio por su habilidad para armar muy buenos equipos de fútbol desde la precariedad económica o incluso de la miseria, consciente de que la única manera de ganar es gastar dinero que no tiene. Laporta no para de improvisar, afronta cada negociación como un partido, el terreno en el que se siente más cómodo y valiente, a gusto con la incertidumbre de la que huye el dinero. Sabe y le gusta el fútbol más que a cualquier presidente.
Su prioridad es tener un equipo mejor cada temporada para lograr títulos y poder levantar al club de la ruina. Laporta sabe que la fallida económica y la amenaza de la SAD han sido utilizadas de forma recurrente en el Barça. Así llegó Núñez en 1978. Y en 2010 Rosell cursó una acción de responsabilidad social contra el propio Laporta. Allá donde el uno veía una gestión punible, el otro advertía un superávit. El Barça vive y se alimenta a fin de cuentas del optimismo de Laporta.
Al presidente no se le permite dudar, ni ser escéptico y menos mostrar pesimismo porque sería el certificado de defunción en un club depresivo. Aprendió de Cruyff. Arriesga, detesta a los plañideros y arrastra a los que piden tralla contra Tebas, valor frente a Florentino y querellas para cuantos manchen al club por el caso Negreira, que habría sido “aprovechado por el madridismo sociológico” existente en las “esferas de poder” de Madrid para “ensuciar” y desgastar al Barça —palabra de Laporta—.
Ha sido la actuación del juez, y su decisión de imputar a Laporta por un posible delito de cohecho continuado, la que ha animado al presidente a comparecer y ganar terreno después de saber que son varios los abogados que discrepan de un magistrado que cambió de criterio y va en dirección contraria a la de la Fiscalía. Añadir la acusación de soborno a las de corrupción deportiva, administración desleal y falsedad en documento mercantil agrava el caso y agranda a Laporta.
El presidente se siente más necesario que nunca después de identificar al enemigo y recordar que ya le combatió y ganó en su mandato anterior (2003-2010). Laporta venía entonces de derrotar al “nuñismo sociológico” y ahora se reencuentra con el “madridismo sociológico” cuando el nudo del conflicto sigue sin resolverse: ¿Por qué el Barça pagó más de siete millones al vicepresidente del Comité de Árbitros?
Ante la falta de pruebas, y frente a la dialéctica victimista o en defensa propia, la sociedad civil catalana se convirtió en espectadora del reto de Laporta y los socios callan porque la crisis no les costó ni un euro pese a ser los propietarios del club. No ha habido derramas, como en tiempos pasados, e incluso la asamblea será telemática para ahorrar dinero al club e incomodidades a los socios, a los que se quiere convertir en clientes. No hacen falta controles; nadie está obligado a dimitir por una mala gestión desde que se suspendió el artículo 67. Laporta fue presidente en su día por un error del sistema y hoy se ha convertido en el sistema.
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